Presentación del libro 'De donde son las voces', de Dolors Alberola

Presentar a Dolors Alberola –incluso cuando, en casos como éste, quien se acerca a su obra lo hace con ventaja- no me parece fácil. Veamos: es frecuente en la crítica literaria enfocar una obra desde dos perspectivas; una, que nos conduce linealmente por territorios prediseñados y aplica, en consecuencia, criterios convencionales; y otra, en fin, que se pierde en vaguedades, incapaz de adentrarse en lo intrincado. ¿Qué tenemos en medio? Pues en medio tenemos una obra –que es como no decir nada, aun siendo mucho- y, dentro de la obra, una voz, un estilo, unas matizaciones y, sobre todo, una forma de estar y de ser dentro de esa vorágine a la que, simplemente, denominamos literatura.
La voz, el estilo, la compleja personalidad de Dolors Alberola, se nos van escapando del espacio de los clichés para dar vida y vuelo a un poeta. Digo bien: un poeta, sin que importe en exceso el determinante empleado, que es o sería una, sino que, en este caso, está casi de sobra, pues poeta, para la autora, es femenino, sin más. Rechaza, pues, el término poetisa, al que tilda de cursi e hipócrita, y reivindica un trato de igualdad con el poeta varón y un lugar en la historia. Su tendencia a lo vigoroso femenino –como yo mismo escribiera en otra ocasión- la acerca a otras mujeres: Alejandra Pizarnik, por ejemplo, u Olga Orozco; pero también a hombres como Pablo Neruda, Luis Cernuda, Dámaso Alonso, Cirlot o José Ángel Valente…, referencias escasamente útiles porque, como acabo de decir, Dolors Alberola es, a estas alturas, Dolors Alberola.
Omitiré, por tanto, la lista interminable de sus premios e incluso el largo índice de sus publicaciones, méritos suficientes, desde luego, que arrojan sin embargo poca luz sobre lo que interesa: una autora y un libro, así, en total desnudez, sin más defensa que la palabra.
Y, claro, lo primero que cabe preguntarse nos remite a la madre de todas las batallas literarias: ¿Qué es la palabra? Si Dolors Alberola lo supiera no habría escrito este libro, pues nada más tedioso que lo obvio y nada menos poético que la vana insistencia en lo evidente, y por esa razón emprende la poeta un viaje por lo desconocido, zambulléndose en el misterio que, más allá de significantes y sus respectivos significados, abre su antimateria y succiona la luz, la energía, la música, dejándonos atónitos, incluso ante nuestra propia perplejidad.
La palabra, ésa es la cuestión, como ser o no ser, que escribió William Shakespeare. Pero no una palabra cualquiera, no una palabra que reitera lo ya inventado, sino aquella palabra fundadora que se apropia del mundo, como la describía Justo Jorge Padrón, o, por qué no, el fiat de la Biblia, que, en el discurso escrito, descorre las cortinas y hace aparecer en el escenario la segunda realidad de las cosas, como escuché decir a Antonio Colinas, esa segunda realidad de las cosas que sólo la poesía es capaz de aprehender.
La palabra, en el viaje iniciático que Dolors Alberola emprende en este libro, es también la segunda realidad del poeta, una especie de sombra o imagen en negativo, que viene a despertarla de pequeña y a rogarle que, condenada, vaya siempre a su lado. Se pone, pues, en marcha de este modo una tensa e intensa relación entre ambas realidades, en la que la palabra y el poeta intercambian los roles de amo y esclavo, porque en esta razón de mutua dependencia se juegan el ser.
En efecto: si la palabra crea lo nombrado, ¿acaso no requiere previamente una voz que la invoque? ¿Y no será también que lo invocado es la respuesta a un nombre? La dialéctica hegeliana, que ya iluminó a los románticos, adquiere en los poemas de Alberola una dimensión épica, impulsando un proceso cognitivo que aterriza en el hombre y en la mujer, en la historia y en el momento mismo en que el poeta emprende, como dijo Antonio Machado, un diálogo con su tiempo.
Y el tiempo, nuestro tiempo, que no sabe siquiera que no existe, cabe una palabra, al igual que la muerte, los océanos y el agua de los ríos caben en otra, mar, y en ella los poemas de Manrique, las hazañas y glorias de su padre, el tremendo dolor de la orfandad y toda la memoria, a lomos de la fama. Ha bastado una sílaba para que un mundo comparezca en ella, mecido por su música, acunado por su aritmética, a sílabas contadas, como escribió Barceo, como escribe Dolors Alberola, quinientos, seiscientos años después.
La esencia del idioma fascina a la poeta que, al acercarse a ella, oficia un rito antiguo de mujer sabia y fuerte, de sacerdotisa al cuidado de ancestrales misterios. Y busca la belleza, más allá de las formas, porque todo lo hermoso nos conduce a la luz y ésta al conocimiento, a la eterna presencia de ese espacio ideal que soñara Platón.
A través de la metafísica, la poesía de Dolors Alberola va escalando conceptos, en pos de unas respuestas que han aplazado la filosofía y, sin lugar a dudas, la literatura. Ahora se pregunta cómo recibe el hombre las palabras o, lo que viene a ser igual, cómo acude a su mente el pensamiento inspirado. Y la respuesta se convierte en afirmación para poner encima de la mesa la cuestión palpitante: de donde son las voces, porque está convencida de que el poeta revela y desvela universos que, al rebasarlo, han tenido por fuerza que serles confiados y he aquí que una voz, muchas voces, le hablan desde un tiempo y un espacio, que forman en el fondo una única realidad.
Esas voces existen. Como estado alterado de la conciencia, la poesía, que es por ello otra especie de locura, tira del picaporte de la verdad, dejándoles un cauce de expresión. Son voces que transitan en la noche y que, a veces, afloran como escritura automática, capturadas por ese dial de madrugada, al que Bécquer llamó mano de nieve. Voces que son la sangre del poema, nos dice Dolors Alberola, pues no en vano alimentan sus células y limpian la estructura de un discurso, que adquiere vida propia y, al cortar el cordón umbilical, abandona al autor para ir al encuentro de toda la humanidad.
De este modo, el poema, sus palabras, se han transformado en voz, en esas otras voces que nos llegan por medio de los libros. Surge así el tema de la biblioteca, un ámbito simbólico y, como tal, sagrado para la autora, que ve en ella un trasunto del cementerio, donde hileras de nichos, a modo de anaqueles, dan cobijo a los muertos, de la misma manera que los estantes de aquella dan cobijo a sus voces. Este paralelismo nos traslada a la idea inquietante de que las voces vengan del más allá, estableciendo un nexo entre ambos mundos. En la biblioteca total de Dolors Alberola –un poema revelador- asistimos a la personificación de esas voces, que la llaman, le dicen cosas no especificadas, le cuentan indeterminados sucesos, siempre en la noche,/ cuando los libros duermen y se escapan sus páginas.
No todo acaba aquí, naturalmente, pues las voces resuenan muchas veces o consuenan o, en fin, sólo son ecos, que debe el poeta diferenciar. Esta idea ha servido a la autora en bandeja de plata los nombres de las primeras y, omitiendo los segundos, una serie de guiños al lector avezado que, con la fina espada del humor, cercenan testas y derriban ídolos. Desfilan en triunfo Dante, Cernuda, Alejandra Pizarnik, Borges, Juan Ramón Jiménez, Valente, Ibn Zaydün, Wallada, Clarice Lispector, Vicente Aleixandre, Alfonsina Storni, Manuel Altolaguirre, Federico García Lorca, Marina Svetaieva, Olga Orozco, Silvia Plath, Pablo Neruda, Dámaso Alonso… no en reconocimiento de afinidad o deuda, sino como homenaje gratuito y tributo, a lo sumo, de admiración, frente a alguna alusión al taxi que no llega o a cierto coño azul.
De donde son las voces es una honda y serena inmersión en los misterios de la poesía, desde la inspiración al lenguaje, pasando por las peculiaridades de la escritura, la falacia de las poéticas y, en otro orden de cosas, el fiasco de las modas. La autora reflexiona desde el silencio sobre la esencia de lo poético, mezclando en su discurso lo sublime y lo irónico, para ofrecer una visión, mordaz en ocasiones, de la lírica contemporánea, apostando por la belleza. En un audaz despliegue de signos y palabras, Alberola señala a diferentes corrientes y autores, tratando de mostrar lo superfluo y lo válido, los ecos y las voces de la poesía actual. Y lo hace, no señalando –lo cual, sin duda, hubiera conducido el discurso hacia la sátira-, sino por medio de un procedimiento que, ya en la Edad Media, empleara Pedro Abelardo, aquel monje goliardo y fornicador, cuyos amores con Eloísa le acarrearon la castración: enseñar lo que es obvia, naturalmente, lo que no es.
Así, sin altibajos, manteniendo el ritmo del discurso, los poemas de este libro trazan con mano firme una especie de biografía poética que escala, verso a verso, sus orígenes, la luz imprescindible, para dejar que hable la belleza.

© Domingo F. Faílde
....Jerez, 29 de octubre de 2008